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domingo, 31 de octubre de 2010

De ángeles y princesas

Dedicatoria: A Ledita, querida amiga de penas y alegrías, a David, amigo de circunstancias y distancias y a Alfonso, porque sigas siendo tan simple.

De ángeles y princesas

Todo ocurre cuando menos te lo esperas. Es mi día libre, miércoles. De pronto recibo una llamada. Están en casa mi madre y uno de mis hermanos. Contesto y siento por el acento, que no es peruano. Definitivamente no lo conozco. Tengo todas las intenciones de colgarle, pero algo me lo impide, una corazonada, un pálpito. Se disculpa muchas veces por llamar, me dice que busca a su madre, a quien no conoce. Me cuenta que se animó a buscar el código telefónico del distrito donde ella debe estar, que se ha guiado por los apellidos. En estas situaciones suelo ser muy racional y de hecho en ésta lo soy, pero me siento suspendida, escuchando esa voz tan cortés y amable. Le contesto con sequedad, la sangre se agolpa en mi cabeza, me sonrojo. Mientras tanto, mi madre se preocupa, me pregunta quién es, qué pasa; mi hermano insiste en que cuelgue y yo les hago señales con la mano para callarlos. Le digo al desconocido que no conozco a su madre, que no le prometo nada, que me dé los datos de ella, de los que la conocen; finalmente le pregunto si tiene un correo electrónico donde comunicarme con él e informarle si me entero de algo. No le doy mi nombre, él sí, se llama D. Me he puesto muy nerviosa, pero él no lo nota. El cuerpo me delata pero la voz no. Se despide y me reitera las disculpas por interrumpir así. Mantengo el tono serio pero sin malcriadez. Ahora el dilema es creerle o no. Tengo esa dirección, esos nombres,… su nombre.
Transcurren semanas. Visito la página web de la emisora radial que casi siempre escucho por las mañanas. Hay un programa exclusivo para estos menesteres. Les escribo, doy mis datos, abrevio el caso, doy sus datos. Le escribo a D, contándole que existe esta posibilidad, que no le costará nada, que debe contactarse con ellos para proporcionar información específica. Coloco su dirección y me asalta una duda: quizás escribí mal todo, quizás no existe, quizás sí, pero no le pertenece, en fin. Doy un clic a enviar y espero que me digan que algo está mal. Todo bien, aparentemente.
Me quedo un rato más conectada, por si aparece un ‘Delivery Status Notification’. Nada. Ahora sólo me queda esperar.
Pasan meses, me canso de revisar mis mensajes. Amigos, familiares, conocidos, pero nadie más. Pienso de todo. Me olvido y sigo con la rutina del trabajo y de la casa. Hasta que ocurre lo esperado en el momento inesperado. D me ha enviado su respuesta. No aparece su verdadero apellido, sino el de un famoso pintor, pero la dirección es la correcta. Apenas leo las primeras líneas, sé que es él, que escribí bien la dirección. Me agradece, me dice que el mismo día que me llamó, se comunicó con otros, que muchos le prometieron ayuda, pero nada; que yo he sido la única en tomarlo en cuenta; que no estaba bromeando; que va a escribir a la emisora radial. Pero que no le he dado la dirección de la página. ¡Qué bárbaro! Con los nervios y la emoción me olvido de lo más importante. Le respondo, corrijo el error.
Silencio nuevamente. Continúo y la rutina también. Una noche, reviso mis mensajes y ya casi para irme, me conecto al MSM. Milagrosamente, aparece conectado D. Le mando un mensaje instantáneo. Le pregunto si leyó mi respuesta, si les escribió, si le han dado alguna esperanza. Me dice que no lo ha hecho, que ha decidido dejar todo así. Veo su foto. Es casi un niño, o lo parece. Pero su voz, la forma de expresarse por teléfono y al escribir, son el reflejo de una persona mayor o que ha madurado por las circunstancias. Me pregunta si tengo fotos mías que mostrarles. Se las muestro, dice que salgo bien. No se si miente o yo no tengo la misma percepción sobre mi imagen. Tengo que irme, me despido, él también, con respeto.
Voy de regreso a casa, caminando. Pienso en lo joven que se ve en la foto.
Los días que siguen trato de conectarme y encontrarlo. Infructuoso.
Meses de por medio.
Noche de invierno. Salgo de trabajar acompañada por mi amiga y compañera. Me dice que entremos a la cabina. No tenemos mucho dinero así que compartimos una máquina. Yo empiezo. Reviso mensajes y luego me conecto. Lo inesperado, D está conectado. Le recuerdo a mi amiga quién es D. Nos emocionamos ambas. Así es la amistad.
Bromeó con D por el milagro de encontrarnos. Me dice que siempre lee los mensajes positivos que le envío. Se disculpa por no contestar. Me dice que difícilmente se conecta. Le digo que por la foto deduzco que es muy joven. Responde que tiene 20 y tantos pero que parece de 40 y tantos. Me sonrío. Me cuenta algo más inesperado: está en otro país. Ha viajado porque quería cambiar de aires, porque le han comentado que en ese país las manifestaciones populares son impactantes y hermosas. Hablamos de eso. Me dice exactamente dónde está. Mi amiga me aconseja buscar en el mapa; estamos tan cerca y al mismo tiempo, estamos lejos. Está haciendo de todo un poco, el dinero se le acabó y tuvo que trabajar, algo que no le molesta para nada. Lamentablemente, debe regresar a su país. El tiempo se va. Mi amiga no reclama su turno, así es la amistad. Me despido y le pregunto en qué momento se conecta. Me responde que lo hace por las mañanas, al regresar de trabajar toda la noche y antes de descansar. ¡Qué pena! Cotejo la hora que me dice con la de mi ciudad y es imposible que las cabinas atiendan a esa hora. Se despide, me llama por primera vez princesa.
La ilusión me embarga, le cuento a mis pocas amigas cercanas, quién es D.
Meses de por medio.
Cada vez que me preguntan por D, digo que me parece una buena persona, pero que no tengo noticias suyas.
Hago una locura: me cito con alguien que conocí chateando. Al comienzo es atento, pero no quiere conversar; caminamos, llegamos a un parque, hablamos. A todo lo que digo, él responde que está de acuerdo. No me convence para nada, pero la soledad… Me coge de la mano, me dice que hará que lo quiera. Pienso que no quiero quererlo. Le digo que vayamos con calma, que no nos conocemos. Contesta que me tendrá paciencia. Crédulo o se ha propuesto lo que sea por… Me besa en la mejilla, me abraza y yo con las manos en los bolsillos. Me besa nuevamente, yo lo esquivo, pero…  quiero que me bese en los labios. Lo hace. Le correspondo. Mete su lengua en mi boca. No puedo evitar excitarme. Hace tiempo que no beso ni me besan así. Siento su olor, no es muy aseado. Me fastidia, pero dejo que me vuelva a besar. Trata de tocarme y no lo dejo. Le digo que es tarde, que estoy cansada, que tengo que trabajar mañana. Quiere verme nuevamente. Le digo que sí, pero quiere que sea pronto. No tengo tiempo – o ganas. Insiste. Acordamos vernos en dos semanas. Me impongo.
La cita es en la tarde. Llega muy fastidiado, porque no le contestaba el celular. Le digo que no he recibido ninguna llamada suya. Tonto, ha tomado mal el dato. Estamos en el centro de la ciudad, hay tanto que ver, pero él ni se detiene. Le digo las actividades que se dan aquí y allá, pero no le interesan. Seguimos caminando. Le pregunto a dónde vamos, contesta que no sabe. Imbécil. Me decido, vamos a ver una película, me responde que lo que quiera, con muy pocas ganas. Hacemos fila, se desaparece. Pago ambas entradas: tonto, imbécil y avaro. Entramos a la sala y quiere sentarse en la última fila. No hay que ser muy brillante para adivinar lo que pretende. Está serio, yo también. Pienso que es mejor seguirle la corriente. Le pregunto si algo le molesta. Me miente y me dice que no. Paso mi mano por su espalda,  como para que finja que baja la guardia. Finge muy bien. Se pone cariñoso, me abraza, lo beso, tengo ganas de que lo haga; lo hace. Me excito. Me acaricia un seno y no siento nada. Ese olor nuevamente. Me susurra vayamos a un ‘telo’. Me harta. Lo alejo de mí y veo la película. Él hace cualquier cosa: revisa su agenda, manda mensajes, en fin. La película es mediocre. Se acuerda que existo y trata de meter su mano dentro de mi pantalón. Lo ignoro. Se rinde.
Salimos de la sala y caminamos en silencio. Dice para vernos. Ahora yo le digo casi sin ganas que sí. Cree que hemos llegado a mi paradero. Le digo que tengo que caminar más. Se incomoda, él no necesita caminar más para irse, ya que ése es su paradero. Lo alivio diciéndole que puedo llegar sola. Sube a un bus y pienso que es un patán y yo una idiota con soledad.
Entro al correo, borro su rastro; entro al msm y repito la misma operación. ¡Qué diferencia con D! Sí claro, cómo si lo hubiera tratado… es que mi intuición…
Hago otras locuras, que mejor no cuento, sola, sin el tonto, el imbécil, el avaro, el patán.
Trabajo y más trabajo. Estudio y más estudio. Tengo que buscar información. Entro a una cabina; es de noche. Me conecto y el inesperado D está. Me alegro. Se disculpa de no escribirme, pero me habla de algunos de los mensajes en cadena que me llegan y le reenvío casi por costumbre, casi sin esperanza. Los lee, renace la esperanza. Me dice que se ha enamorado… pero del país donde se encuentra, que es un lugar maravilloso, que no regresó a su país, que se queda indefinidamente. Le digo que mi país es mucho más interesante y diverso. Me cree. Me hace preguntas, sobre mi ciudad, mi país. Le confieso que me gustaría ser una plumita y dejarme llevar por la vida como él lo hace, que lo admiro. Me responde que él me admira por echar raíces y continuar a pesar de todo. Me alienta. Casi lloro. No le cuento del tonto, el imbécil, el avaro, el patán. No le cuento de las locuras. No es vergüenza, es que no significan mucho, es que no me importan. Todo lo que nos contamos. Nos despedimos, me dice que está conmigo en espíritu, que descanse y que los ángeles me acompañen. Le contesto que él es el ángel.
La noche siguiente, volvemos a conectarnos. Me pregunta por otras costumbres de mi país. Le respondo, con muchos detalles y no se cansa de ellos. Descubre gracias a ellos, un motivo para viajar a otro lugar, dice que sería su próximo sueño.
Tercera noche consecutiva, me conecto y él demora en hacerlo. Se disculpa, nunca se excusa. Siempre me pregunto si se nos acabarán los temas. Parece que no. Me dice que yo le levanto el ánimo, mientras yo pienso que es al revés. Recuerdo un comentario de mi amiga acerca del espíritu santo, que siempre nos acompaña, en especial si creemos o tenemos la certeza de estar solos. Relaciono el comentario con lo que me dijo D de estar siempre en espíritu acompañándome. Es verdad, no estoy sola. La soledad sí lo está. Me despido del ángel y él se despide de la princesa.
Regreso a casa. Mis ojos están llenos de lágrimas, pero no es la tristeza, no es la soledad, es el espíritu, es el alma, es D.
Lima, 21 de julio de 2007

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